
Historia de Chile: La Guerra del PacÃfico.
Extractos del discurso de José Victorino Lastarria al incorporarse a la sociedad literaria de santiago (1842)
Mas concretando estas observaciones a nuestro asunto, ¿de qué manera podremos ser prudentes en la imitación? Preciso es aprovecharnos de las ventajas que en la civilización han adquirido otros pueblos más antiguos: ésta es la fortuna de los americanos. ¿Qué modelos literarios serán, pues, los más adecuados a nuestras circunstancias presentes? Vastos habÃan de ser mis conocimientos, y claro y atinado mi juicio para resolver tan importante cuestión; pero llámese arrogancia o lo que se quiera, debo deciros que muy poco tenemos que imitar: nuestra literatura debe sernos exclusivamente propia, debe ser enteramente nacional, hay una literatura que nos legó la España con su religión divina, con sus pesadas e indigestas leyes, con sus funestas y antisociales preocupaciones. Pero esa literatura no debe ser la nuestra, porque al cortar las cadenas enmohecidas que nos ligaran a la PenÃnsula, comenzó a tomar otro tinte muy diverso nuestra nacionalidad: ´Nada hay que obre una mudanza más grande en el hombre que la libertad -dice Villemain-. ¡Qué será, pues, en los pueblos!´ Es necesario que desarrollemos nuestra revolución y la sigamos en sus tendencias civilizadoras, en esa marcha peculiar que le da un carácter de todo punto contrario al que nos dictan el gusto, los principios y las tendencias de aquella literatura [...]
La Francia ha levantado la enseña de la rebelión literaria, ella ha emancipado su literatura de las rigurosas y mezquinas reglas que antes se miraban como inalterables y sagradas; le ha dado por divisa la verdad y le ha señalado a la naturaleza humana como el oráculo que debe consultar para sus decisiones: en esto merece nuestra imitación. Fundemos, pues, nuestra literatura naciente en la independencia, en la libertad del genio; despreciemos esa crÃtica menguada que pretende dominarlo todo, sus dictados son las más veces propios para encadenar el entendimiento; sacudamos esas trabas y dejemos volar nuestra fantasÃa, que es inmensa la naturaleza. No olvidéis con todo que la libertad no existe en la licencia, éste es el escollo más peligroso: la libertad no gusta de posarse sino donde están la verdad y la moderación. AsÃ, cuando os digo que nuestra literatura debe fundarse en la independencia del genio, no es mi ánimo inspirar aversión por las reglas del buen gusto, por aquellos preceptos que pueden considerarse como la expresión misma de la naturaleza, de los cuales no es posible desviarse sin obrar contra la razón, contra la moral y contra todo lo que t puede haber de útil y progresivo • en la literatura de un pueblo.
Debo deciros, pues, que leáis los escritos de los autores franceses de más nota en el dÃa; no para que los copiéis y trasladéis sin , tino a vuestras obras, sino para que aprendáis de ellos a pensar, para que os empapáis en ese colorido filosófico que caracteriza su literatura, para que podáis seguir la nueva senda y retratéis al vivo la naturaleza. Lo primero sólo serÃa bueno para mantener nuestra literatura con una existencia prestada, pendiente siempre de lo exótico, de lo que menos convendrÃa a nuestro ser. No, señores, fuerza es que seamos originales; tenemos dentro de nuestra sociedad todos los elementos para serlo, para convertir nuestra literatura en la expresión auténtica de nuestra nacionalidad. Me preguntaréis qué pretendo decir con esto, y os responderé, con el atinado escritor que acabo de citaros, que la nacionalidad de una literatura consiste en que tenga una vida propia, en que sea peculiar del pueblo que la posee, conservando fielmente la estampa de su carácter, de ese carácter que reproducirá tanto mejor mientras sea más popular. Es preciso que la literatura no sea el exclusivo patrimonio de una clase privilegiada, que no se encierre en un cÃrculo estrecho, porque entonces acabará por someterse a un gusto apocado a fuerza de sutilezas. Al contrario, debe hacer hablar todos los sentimientos de la naturaleza humana y reflejar todas las afecciones de la multitud, que en definitiva es el mejor juez, no de los procedimientos del arte, sà de sus efectos.´

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